Una buena reputación vale más que el mejor perfume;
y el día del cierre —cuando se ajustan las cuentas— enseña más que el día del estreno.
Mejor entrar en una casa de duelo que en una de fiesta:
la muerte es el final de todos y a los vivos les conviene pensarlo.
Más provechosa la congoja que la risa ligera:
el rostro serio afina el corazón.
El sabio habita la sala del duelo;
el necio se pierde en la sala de fiestas.
Más te conviene la reprensión de un sabio
que el aplauso de los tontos.
Porque la risa del necio suena como zarzas crepitando bajo la olla:
mucho ruido, calor breve… y nada.
Aun el sabio puede quebrarse bajo la opresión,
y el soborno pudre el corazón.
Mejor el final que el principio;
mejor la paciencia que el orgullo.
No te enciendas pronto:
la ira anida donde el necio se siente en casa.
No digas: “Antes todo era mejor”.
Esa pregunta no nace de la sabiduría.
Sabiduría con herencia es buena cosa;
da sombra, como la da el dinero.
Pero esta es la ventaja del conocimiento:
la sabiduría preserva la vida de quien la posee.
Mira la obra de Dios:
¿quién endereza lo que Él dejó torcido?
En el día bueno, alégrate;
en el día malo, recuerda que Él hizo ambos,
para que nadie viva con la ilusión de tener el futuro atado.
En esta vida a sorbos he visto de todo:
justos que se apagan demasiado pronto,
malvados que, aun torcidos, alargan su sombra.
No te hagas “demasiado justo”
ni presumas de exceso de sabio: ¿para qué arruinarte?
Pero tampoco te entregues al mal ni a la necedad:
¿para qué morir antes de tiempo?
Abraza ambas advertencias:
quien reverencia a Dios hace caso de las dos.
La sabiduría da a un hombre más fuerza
que diez gobernantes en una ciudad.
Y, aun así, no hay en la tierra quien obre siempre bien y nunca yerre.
No te tomes a pecho todo lo que se dice:
podrías oír incluso a tu siervo maldecirte.
Y sabes bien, en tu propio corazón,
que más de una vez tú también has maldecido a otros.
Todo esto lo pesé con juicio y dije: “Me haré sabio”.
Pero quedaba lejos de mi alcance.
Lo que existe es hondo y remoto: ¿quién lo comprende?
Apliqué el corazón a conocer y a indagar razones,
a entender la maldad de la insensatez y la tontedad de la locura.
Y descubrí esto: más amarga que la muerte es la trampa del deseo,
esa seducción que es red, ese abrazo que se vuelve cadena.
Quien agrada a Dios escapa;
quien se entrega a su capricho queda atrapado.
“Mirad —dice el que convoca—: esto hallé,
sumando una cosa a otra para sacar una cuenta.
Lo que buscaba, no lo encontré del todo.
Entre mil varones di con uno íntegro;
entre mil mujeres no hallé una igual”.
(Así concluí entonces.)
Pero esto sí lo vi con claridad:
Dios hizo al ser humano recto,
y somos nosotros quienes urdimos incontables planes y atajos.
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