He visto otra desgracia común bajo el sol:
a alguien se le da riqueza, posesiones y prestigio —que nada le falte—, pero no la capacidad de disfrutarlos; otro, un extraño, es quien los goza. Vapor y dolor amargo.
Puede uno tener cien hijos, vivir largo y envejecer,
pero si no saborea el bien antes de la tumba,
me atrevo a decir: mejor suerte tiene el niño que nace sin vida.
Vino en silencio y en silencio se fue; no vio el sol ni supo del mundo,
y aun así, está mejor que aquel que nunca aprendió a alegrarse.
¿De qué sirve vivir mil años dos veces si no se aprende el arte de disfrutar?
Al final, todos vamos al mismo lugar.
Todo el trabajo del hombre es para llenar la boca,
y, sin embargo, el apetito nunca queda saciado.
¿Qué ventaja real tiene el sabio sobre el necio?
¿Y en qué ayuda al pobre “saber moverse” si el hueco del deseo no se llena?
Mejor es disfrutar lo que los ojos alcanzan
que vagar detrás de antojos sin fin: también eso es viento perseguido.
Lo que existe ya tiene nombre, y lo que el hombre es ya se sabe;
no puede litigar con quien es más fuerte que él —llámalo Dios, realidad, límite—.
Cuantas más palabras, más humo: ¿qué gana uno con tanto decir?
¿Quién sabe qué le conviene de veras al ser humano
en sus pocos días que pasan como sombra?
¿Quién puede contarle lo que ocurrirá bajo el sol cuando él ya no esté?
Por eso, aprender a gozar el bien presente es sabiduría:
la gracia de hoy pesa más que las conjeturas de mañana.
Deja una respuesta