Para todo hay su estación:
un compás para cada gesto bajo este cielo.
Tiempo de nacer y tiempo de morir;
de plantar y de arrancar lo plantado.
Tiempo de herir y tiempo de curar;
de demoler y de construir.
Tiempo de llorar y tiempo de reír;
de hacer duelo y de bailar.
Tiempo de arrojar piedras y de juntarlas;
de abrazar y de tomar distancia.
Tiempo de buscar y tiempo de soltar;
de guardar y de desechar.
Tiempo de rasgar y tiempo de coser;
de callar y de hablar.
Tiempo de amar y tiempo de aborrecer;
de guerra y de paz.
¿Qué gana el trabajador con tanto afán? He visto la tarea que la Vida —llámala Dios— nos da para tener las manos ocupadas.
Él lo hizo todo hermoso a su tiempo; incluso colocó en nuestro pecho un hambre de infinitud, un eco de eternidad. Aun así, lo humano no alcanza a comprender del todo la obra entera de Dios.
Concluyo: no hay nada mejor que alegrarse y hacer el bien mientras dure la vida; comer, beber y disfrutar del trabajo de las propias manos. También eso es un regalo.
He aprendido que lo que Dios hace permanece. No se le añade ni se le quita. Está así para que aprendamos reverencia.
Lo que ocurre ya ocurrió; lo que será ya fue. Y Dios convoca —rescata— lo que se dispersó en la carrera.
También vi bajo el sol: donde debía haber justicia, había torcedura; donde rectitud, había sombra.
Entonces me dije: el Dios verdadero juzgará al justo y al malvado; hay un tiempo asignado para cada acto y cada obra.
Y pensé además: Dios nos pone a prueba y nos recuerda que somos frágiles como los animales.
Lo que les sucede a ellos nos sucede: un mismo final. Muere uno, muere el otro; compartimos aliento. El ser humano no está por encima por eludir la ley del polvo: todo es vapor.
Todos volvemos al mismo lugar: venimos del polvo y al polvo regresamos.
¿Quién puede asegurar si el aliento humano asciende y el del animal desciende a la tierra?
Vi, entonces, que no hay nada mejor que disfrutar del trabajo: esa es la porción que nos toca.
Porque, cuando uno se haya ido, ¿quién podrá mostrarle lo que vendrá después?
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